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El papa anima a la pequeña comunidad católica de Mongolia: No tengan miedo a ser pocos

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Ulán Bator, 2 sep (EFE).- El papa Francisco se reunió este sábado en Mongolia con los religiosos y religiosas de Mongolia, a quienes animó y pidió que «no tengan miedo de los números reducidos», pues en el país hay sólo 1.400 fieles que forman una de las la comunidades católicas más pequeñas del mundo.

Francisco llegó este viernes a Mongolia, aunque descansó el primer día del largo viaje de casi 10 horas, para llevar su cercanía a este pequeño «rebaño» de una Iglesia que prácticamente nació en 1992, tras la caída del comunismo, y que hace 20 años contaba con 300 bautizados y ahora representa el 0,04 % del país.

En la catedral de san Pedro y Pablo, el papa les pidió: «Alzando la mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema, sino una respuesta. Sí, Dios ama la pequeñez y le gusta hacer obras grandes a través de la pequeñez».

«Hermanos, hermanas, no tengan miedo de los números reducidos, de los éxitos que no llegan, de la relevancia que no aparece. No es este el camino de Dios», agregó al clero de este país.

La catedral, construida como un pequeña iglesia en 1996 y reconstruida en 2006 con la forma de las yurtas o ger, las tiendas circulares típicas del Asía central y donde siguen viviendo en Mongolia, tiene capacidad para unas 500 personas y también cuenta con las oficinas administrativas de la Prefectura Apostólica y una biblioteca.

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Francisco escuchó los testimonios de una misionera, un sacerdote y de una catequista y elogió que «han dado vida a una múltiple variedad de iniciativas caritativas que absorben la mayor parte de sus energías y reflejan el rostro misericordioso de Cristo buen samaritano»

«Los animo a proseguir en este camino fecundo y benéfico para el amado pueblo mongol», dijo el papa, quien también advirtió de que «vuelvan una y otra vez a aquella primera mirada de la que surgió todo» pues «se corre el riesgo de quedar en una estéril prestación de servicios, en un sucederse de tareas que se deben hacer, pero que terminan por no trasmitir nada más que cansancio y frustración».

«Es un orgullo que haya venido el papa. Al ser una comunidad tan pequeña es un empujón para decirnos: adelante con la misión y necesitamos palabras de aliento a animarnos a continuar a no tener miedo a superar las dificultades», explicó el sacerdote español Francisco Javier Olivera, desde hace ocho años en este país y que reconoce que aunque se bautizan cada año a varios fieles «se va despacito».

Los religiosos son tan pocos que se conocen todos. La hermana Sandra, argentina, de la Misioneras de la Consolata, afirmó que «es una gracia de Dios tener al papa en nuestra casa y porque somos tan poquitos tenerlo tan cerca, en una sola iglesia, que la hemos llenado con todos los religiosos de este país y ¿quién puede tener este privilegio?».

Unas filas más adelante se sentó el padre Andrés, procedente de Colombia como misionero tras un experiencia en África que señala que «la visita del papa es un motivo de gran felicidad, porque es nuestro papá, nuestro pastor, y que venga a estas tierras lejanas es un tiempo de gracia».

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También para el padre Andrés, Francisco les va ayudar a «perseverar en la misión» cuando «las cosas se pongan difíciles».

Aunque en el país existe una buena convivencia entre religiones, el papa indicó que «los gobiernos y las instituciones seculares no tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque no tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que sólo conoce la fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos».

En este país, donde sólo hay nueve parroquias, la mayoría en la capital, el papa los animó a estar «siempre cerca de la gente, atendiéndolos personalmente, aprendiendo la lengua, respetando y amando su cultura».

En primera fila, Giorgio Marengo, prefecto de Ulán Bator, que llegó como misionero a este país y que Francisco nombró cardenal el año pasado, siendo a sus 49 años es el más joven del colegio cardenalicio.

Cristina Cabrejas

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